Imperium no era sólo la fuente y el atributo de mando militar sino una prerrogativa axial, como la espada, el fascio y el cetro, el cual, en tanto que tal, representaba el eje del mundo. Éste estuvo ligado originariamente al Lictorio en la antigua Roma monárquica, cuando asumir la realeza significaba sobre todo ser Rex et Pontifex y, por tanto, ejercer de puente entre el mundo visible y el invisible y, ante todo, de polo estable.
Quien se revestía con el Imperium detentaba un poder numinoso que, como explica Mario Polia compendiando a Julius Evola, « determina qué cosas y eventos pasen de la esfera de la posibilidad a la del existir, ya se trate de la victoria en la guerra o de la fecundidad, de la salud o del ordenado sucederse de los ciclos estacionales ».
Del Imperium descendía la Auctoritas, estrechamente ligada al concepto y a la función del verbo augere (augeo, es, auxi, auctum, augere), o bien a « acrecentar » (riqueza, salud, fecundidad, etc.), de donde procede la palabra Augusto, como se proclamó Octaviano, que para la historiografía es el fundador del Imperio.
« Augusto » fue, en efecto, en origen un adjetivo y se ha escrito « Augusto Augurio
Roma Condita ».
En lo que posteriormente se definirá como la fundación del Imperio, Augusto llevó acabo un acto excelso, ligando las tradiciones de la Urbe a la necesidad de asumir la centralidad universal. Casi inspirado por Jano bifronte, el hijo adoptivo de Julio César logró soldar entre sí de manera indisoluble dos exigencias diferentes que se dirigían a la búsqueda de un centro. La reforma del Consulado –que formalmente continuó en vigor durante todo el Imperio– con la institución de un Princeps que era sobre todo un Tribuno con poderes ampliados, respondía a las expectativas romanas, mientras que las universales fueron satisfechas haciendo de este Princeps un Divus que aseguraba la unión sagrada de un mundo que a un mismo tiempo estaba unido y se mostraba diversificado, en cual todas las costumbres, todos los dioses e incluso todas las leyes gozaban de plena liberad mientras no contradijeran el Ius.
Nótese de pasada que Ius está vinculado al verbo iubere (iubeo, es, iussi, iussum, iubere) que respecto a imperare, indica otra acepción de mandar, la de ordenar y disponer. Se trata de la sabiduría normativa que proviene del Imperium.
Éstas son las peculiaridades del Imperio Romano, los atributos que históricamente lo preceden, en la medida en que estaban presentes también en la monarquía y la República, y que lo distinguen de todas las formas sucesivas que se han inspirado
en él, incluso en las atribución des de títulos (Kaiser y Czar proceden de Caesar).
Son las características que, después, lo diferenciará de manera absoluta del colonialismo y del imperialismo, que conllevan la pretensión de uniformarlo todo, mientras que el Imperio, por el contrario, garantiza, defiende y exalta las particularidades.
Lo hace desde un punto de vista religioso, cultural, moral e incluso social, puesto que el propio fundamento del Imperio está ínsito el Cesarismo (o el Tribunado augústeo) que se funda sobre el vínculo tribunicio entre Jefe y Pueblo y sobre la salvaguardia de los más débiles.
De aquí partimos para dar respuesta a dos exigencias de nuestra época, una exterior y otra interior.
La exigencia exterior es encontrar una vía de salida histórica a la actual crisis de civilización y de identidad.
Por « vía de salida histórica » entendemos un camino que ha de identificar necesariamente dentro de los márgenes de nuestra época y de sus exigencias. Las
dinámicas actualmente en curso son imperativas, la actitud a mantener frente a ellas no es, ciertamente, una resistencia pasiva o una llamada nostálgica a lo que fue y ya no es, sino que se trata de actuar para imponer un cambio de objetivo y de significado a los acontecimientos, si es que consideramos que éstos no se están sucediendo del modo correcto.
La época de la Globalización, del Mundialismo, de la confusión, del melting pot, de la trans-nacionalidad y de la supra-nacionalidad está inexorablemente destinada a ser también la era del imperialismo (o de los imperialismos vinculados entre sí en función de una relación de unidad y escisión recíprocas) y a laminar toda libertad, toda identidad y toda diferencia, quizás incluso en el nombre de la exaltación de las diferencias que, sin embargo, se van homologando entre sí en un edificio ideal construido a base de un conformismo moral gelatinoso, ya sea en el sentido de las tradiciones, las costumbres, que en el de la rigidez ética, de ethos, el comportamiento.
Cuando decimos Imperio o hablamos necesariamente de una forma política definida y precisa, sino de la recuperación de la axialidad imperial con todas sus
prerrogativas originarias, sin exclusión de ninguna.
No es posible plantear una alternativa al monstruo burocrático y tecnocrático del federalismo uniformizador fuera de un impulso fundacional y normativo que, en el nombre de la Auctoritas y del Imperium, responda a las exigencias impuestas por la llegada inexorable de la era de las dimensiones continentales, del Nomos satelital del aire, del tiempo cero, no obstante garantizando y exaltando, todas las especificidades.
¿Cómo?
No estamos proponiendo necesariamente la instauración de un Imperio proclamado, como Emperador que se haga cargo de todos nosotros, sino la
necesidad de seguir una línea directriz que nos permita realizar nuestra Fundación, o bien, trazar un Mundus y crear Orden.
Para disponerse a esta empresa es suficiente volver a vincularse al río cárstico que corre desde aquel 467 de nuestra era, cuando el último Emperador romano, Rómulo Augústulo, cedió el trono a Odoacro, a quien conocemos como rey de los hérulos, pero que era, en efecto, el jefe de la tribu germánica que detentaba el secreto de las Runas, del cual él era el Odowahkr, traducible más o menos como el gran maestro.
Desde entonces, desde aquel legado, el Imperium prosiguió discretamente en lo que después se convertiría en el Eje Gibelino, ligando indisolublemente entre sí Roma y Germania, su progenitor protohistórica, y asumiendo de un modo nuevo, menos vistoso pero no por ello menos sólido, todas las valencias imperiales que desde Constantinopla a San Petersburgo, desde Viena a Berlín, pasando por la París napoleónica, se habrían expresado a través de los siglos.
Asumir el Eje imperial significa por tanto conocer reconocer los vínculos prehistóricos e históricos entre los pueblos de Europa, de manera de poder
desarrollarlos al mismo en conexión y separadamente.
De un conocimiento y un reconocimiento tales deriva la capacidad de tomar inevitablemente posición, rechazando las disputas particularistas de los recurrentes chovinismos de tenderos que benefician a todo imperialismo pero no a nuestra potencia, a nuestra unidad, a nuestras autonomías y nuestras libertades.
Una visión imperial pero no imperialista de Europa implica la disposición a perseguir su potencia y a imaginar su desarrollo a este y al sur, sino con ello extraviar su significado. Partiendo de la conciencia real de los orígenes y del arraigo en el Mito, esta concepción define también los límites de la identidad y de la afinidad, reconoce los contornos de la empatía y de la antipatía, que no pueden estar determinados arbitrariamente por los gustos individuales del yo atomizado sino sólo por lo que es y por lo que debe ser.
Partiendo de aquí se pueden delinear y desarrollar las soluciones para salir de la crisis contemporánea. No es éste el lugar para las propuestas –que hemos avanzado varias veces en detalle y que no nos cansaremos de poner al día– pero sí el adecuado para enfocar las fundamentales.
Razonar según una óptica imperial quiere decir estar fundamentados sobre una axialidad interior, que siempre debe estar presente en nosotros y, por tanto, estar animados por la idea de la trascendencia heroica, y no sólo heroica, de nuestras identidades individuales que se funden sin confundirse, como diría el Maestro Eckhart. Lo hacen en lo alto, pero desde lo alto, a su vez, nos marcan, haciendo de nosotros hombres y no individuos abocados a la consunción.
Si éste es el presupuesto, y sinceramente no se perciben otros que no permanezcan prisioneros del Caos, sabemos también que óptica imperial significa además cualidad, autonomía, libertad y corpus.
Las cualidades indican el « cual ». Todas las identidades –sociales, culturales, antropológicas, clánicas, tribales, regionales, nacionales– se expresan en cualidades o prerrogativas. Una lógica imperial, contraria por su naturaleza a la uniformidad, garantiza la defensa de todas las cualidades individuales, y no sólo las garantiza sino que las exalta. Por tanto, tanto el nacionalismo como el regionalismo, a este nivel, se hacen compatibles, además de ser protegidos. Sin embargo, no sobreviven en la acepción más difundida hoy, que es la de la defensa de los privilegios económicos de los unos respecto a los otros, ni en el de la fuga hacia atrás en la historia por miedo a volar, sino que se confirman regenerados en la mentalidad victoriosa de quien está seguro de sí mismo, de sus Lares y de su devenir, un futuro que escribe armónicamente con los demás pero permaneciendo él mismo.
La visión imperial es, por otro lado, la única que puede garantizar la unidad nacional en una época en la que el Estado-Nación ha muerto, porque hace de esta unidad nacional hoy a la deriva, algo que, estando más radicada que institucionalizada, no tiene necesidad de ser mantenida en pie con pegamento ni reconstruida como un golem con los « códigos de ciudadanía ». Por lo demás, en la era post-jacobina, también las regiones, entendemos las que poseen un pasado y cualidades propias, no los distritos administrativos, pueden convivir tranquilamente con la idea de Nación sin sentirse negadas por ésta y sin tener que negarla a su vez forzadamente.
La carta de la Völkische Europa que fue diseñada en el siglo pasado, a causa de una visión fundada antes sobre la esencia y sobre la conciencia que sobre los reglamentos, hoy se hace repentinamente compatible con la defensa de la nacionalidad y con el orgullo de pertenecer a ella. En la conciencia imperial cada uno puede estar representado y se puede reconocer a diversos niveles que no se eliden ni se contraponen. Regional, nacional e imperial son dimensiones diversas que se complementan mutuamente, también en el interior de cada uno de nosotros.
Una axialidad interior mantiene conectadas todas las varillas de un fascio. A este nivel de conciencia y de disciplina ya no sirve el pulular de códigos, reglamentos, prohibiciones que incesantemente se repiten en la pretensión imposible de mantener unidas las partes atomizadas de una civilización en crisis de significantes.
La lógica que mantiene unidas las partes individuales y la misma que une entre sí a los cives del Imperio: « máxima libertad, máxima responsabilidad ». Lo que garantiza inevitablemente la autonomía.
Autonomía significa, literalmente, darse la ley por uno mismo, una cosa que sería deletérea y ruinosa, destinada a degenerar en anarquía en ausencia de un adhesivo extremadamente fuerte y una conciencia precisa de los principios, de los valores, de las valencias, de la jerarquía éticas, de valores y espirituales que aquellas leyes dictan de modo correcto. Sin embargo hoy, paradójicamente, sin autonomía, la anarquía moral y la injusticia a todos los niveles son inevitables.
En una época de homologación, cuando las leyes no provienen del Ius ni aspiran ante todo al Derecho, sino que se han transmutado en Actos de reglamentación tendentes a la uniformidad es evidente que con frecuencia ponen en peligro las identidades, las libertades e incluso las economías y las propiedades sin con ello producir otra cosa que una forma convivencia precaria, artificial, neurótica y angustiada. A esto sólo se puede responder de dos modos diferentes: yendo de manera progresiva e inexorable a la ruina u organizándose por sí solos, localmente, como clase, como categoría social. La idea imperial, no sólo conceptualmente sino también históricamente, ha favorecido y no puede dejar de hacerlo, las autonomías provistas de todas sus características individuales: autonomías que el imperialismo –violentando el nombre– entiende únicamente como células uniformes, replicantes de un todo. La idea imperial dicta, en efecto, las directrices que permiten realizar las organizaciones locales y las de categoría en sentido orgánico y armónico, no
atomizado y atrofiado como sucede con la Globalización. También en este apartado contamos con una serie de propuestas detalladas que se han expuesto en otro lugar.
Por último el Corpus. La sociedad orgánica, a la que está estrechamente vinculado el ideal imperial, no está compuesta por individuos y masas, o por individuos-masa, ni por clases sociales hacinadas de modo informe y que obtiene su propia fuerza sólo de los elementos brutos que evocan con espíritu negativo, sino de la propensión a y de la capacidad de hacer cuerpo, de donde Corporaciones y Corporativismo, cuyo significado exacto es el opuesto al que se entiende comúnmente, en tanto que ha sido impuesto por sus adversarios.
Ser cada uno no una hipótesis que se construye por sí –como sugieren la teoría de género y el código de ciudadanía– sino una personalidad individual pero
estrechamente conectada a la propia herencia y a las propias funciones, interpretadas no es sentido meramente funcional sino como partes de una armonía cósmica, es la alternativa a toda forma de mercantilismo materialista existente o posible. El ideal imperial no puede no articularse uniendo al Imperium, a la Auctoritas, a las Cualidades y a la Autonomía, el hacer cuerpo social, en el sentido literal de Societas –conjunto de aliados– y de participantes en un Comunidad Orgánica de Destino.
Delinear un programa político y legislativo sobre la base de estas premisas no es suficiente porque vivimos en una época de dis-sociación, de post-democracia y de trenzado de poderes y anarquía.
Ya no es el tiempo de la conquista del Estado desde el cual, con los poderes finalmente obtenidos, cambiar la sociedad. Hoy es la época del poder confuso y
difuso y de los lugares atomizados, de los individualismos sociales que se extienden a los particularismos geográficos, de los egoísmos económicos y lobbísticos que se confrontan con los poderes fuertes, desbancando a los poderes formales. Y para quien no juega ningún papel en la sociedad, es decir, para la mayoría, quedan el asociacionismo asistencialista y el de los consumidores.
Para actuar en esta realidad no se puede esperar en absoluto a lograr un ascenso electoral sino que se debe hacerlo en lo cotidiano, sin titubeos. Hay que hacerlo siempre, en todo lugar, a cualquier nivel, para ordenarlo y organizarlo, con el fin de crear un poder autónomo, pero siempre centrado, susceptible de resistir ante los poderes uniformadores y liberticidas. Esto sólo se puede hacer imaginándose y comportándose como Unidades Imperiales. Si la idea imperial se asume y se metaboliza correctamente, el Imperio Invisible será nuestra espina dorsal y nuestra estrella polar y nos permitirá actuar en cualquier situación. Trazando el surco y defendiéndolo con el gladio.
Esto nos conduce a la segunda exigencia de nuestra época: la de nuestro foro interior.
La era de homologación planetaria vulnera, niega y sofoca las libertades. Lo hace en nombre de la libertad, es más, de las libertades. La liberad sexual y de género, a la que se suman las genéticas, a pesar de las intenciones proclamadas, tienden a homologar y moralizar las transgresiones que, así, sin embargo, resultan codificadas en vez de libres; al mismo tiempo, llegando a negar incluso las identidades genéticas y abriendo el camino a las posibilidades infinitas, sus mentores pretenden cortar toda raíz y todo vínculo con lo profundo, tanto por parte del individuo como del conjunto de la comunidad. Los hijos del progresismo liberal que habían comenzado con el « prohibido prohibir » lo están prohibiendo a su vez todo lo que siempre ha estado presente (desde el eros hasta el humo del tabaco, desde el beber alcohol hasta comer cerdo) para imponer en su lugar un proyecto mutante.
Desde el punto de vista esencial es la revuelta de la Utopía contra el Mito, desde el del símbolo y la referenciase trata de lo telúrico informe que busca su revancha contra la Virilidad Olímpica. Un verdadero choque de civilizaciones –el único verdadero– del que es necesario que seamos conscientes.
« El Mito » –nos dice Ernst Jünger en El tratado del Rebelde– « no es historia remota: es realidad sin tiempo que se repite en la historia ». De aquí debemos partir para cambiar el signo de la historia.
Sin embargo, debemos ser conscientes de que vivimos bajo la dictadura, que no podría ser de otra manera cuando el baile es dirigido por que busca utópicamente negar las leyes del Cosmos.
« La mayoría » – continúa Jünger – « puede actuar en la legalidad y al mismo tiempo producir ilegalidades (…) Los atropellos pueden ser cada vez más feroces y convertirse en verdaderos delitos contra determinados grupos ».
Por otra parte, esta presunta normalidad, que hoy se define políticamente correcta, no se puede sostener en pie si no identifican « minoría, diferentes, a perseguir: es evidente que cualquiera que se distinga por sus dotes hereditarias por un lado y por su talento por otro no se sustrae a este peligro ».
Quien combata por la norma, por la justicia y por la verdad no puede ignorar estar empeñado en una lucha desigual contra quien no sólo dicta las reglas del juego sino que continuamente hace trampas.
Y en el tablero de juego no puede más que perderse. Puede realizar incursiones rápidas, fugaces y eficaces pero no puede mantenerse por mucho tiempo. Si lo hace, debe saber perder la apuesta y, como en el Si de Kipling « recomenzar de nuevo desde el principio sin jamás hablar de lo que ha perdido ».
La primera libertad y la primera autonomía, el primer poder y la primera potencia, residen por tanto en el no permanecer en el juego. No depender moralmente, económicamente o psicológicamente de las necesidades inducidas por el Leviatán y no dejarse hipnotizar por sus miedos es la única, imprescindible, premisa para una acción liberadora y de refundación.
La única posibilidad que el Rebelde imperial tiene de prevalecer reside ante todo en su capacidad de permanecer impermeable ante todo halago y frente a toda amenaza, de no perderse cuando se prueba a sí mismo en los enfrentamientos, de no sentirse atraído a hablar la lengua y a realizar los gestos de quien no es como él. Debe, agustinamente, saber estar en este mundo sin ser de este mundo.
Debe, como sugiere Jünger, « pasar al bosque » o, más exactamente, y más allá todavía, lograr ser él mismo el bosque en medio de la ciudad.
Sin embargo, no se puede pasar al bosque, y mucho menos ser el bosque, sin ose ha recuperado lo que hay de orgulloso en uno mismo, sin no se han descubierto las raíces que permiten al tronco erguirse recto.
El Imperium –que es axialidad interior antes que cualquier otra cosa– es precisamente lo que permite que esto se produzca.
Razón por la cual la respuesta imperial, que será popular y común, nace como respuesta de elite, pero de una elite abierta, generosa, que se ofrece.
Siempre Jünger: « Serán por tanto las elites las que darán la batalla por la nueva libertad, batalla que exige grandes sacrificios y aspira a una interpretación que nos sea inferior a su dignidad ».
Estas elites deben ser conscientes de que « no se vuelve atrás hacia el Mito, el Mito se encuentra de nuevo cuando el tiempo vacila desde sus propios cimientos bajo el íncubo de un peligro extremo ».
Ernst Jünger no exige ser siempre activos y estar presentes: « El lema del Rebelde es Hic et Nunc, siendo el Rebelde un hombre de acción libre e independiente ».
Hic et Nunc, aquí y ahora. Estas dos palabras significan Imperium y garantizan, si sabemos estar a la altura, nuestra libertad. También si ser libres, hoy, no es un derecho sino un trabajo difícil, nunca agradecido por la gente, pero es un empeño que debemos cargar sobre nuestras espaldas, si no por otra razón, por fidelidad a nuestros ancestros y a nuestros descendientes a quienes deberemos restituir la libertad junto a la dignidad.
Imperium, Hic et Nunc: para asegurar el futuro de nuestro pueblo, de nuestras naciones, de nuestras regiones, de nuestra Europa y para ser libres, como los
hombres del bosque y los caballeros andantes.